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Brasil en el Mundial de España de 1982, el campeón sin corona

 

Brasil fue el campeón sin corona del Mundial de España de 1982, un equipo que enamoró a toda una generación con un fútbol de altos quilates que difícilmente volveremos a ver en un torneo de estas características. Llegó a la cita con una racha arrolladora de 19 partidos sin conocer la derrota; un intervalo en el que sumó 46 goles a favor y tan solo 10 en contra. Esa serie incluyó hasta 10 victorias consecutivas con las que, en apenas 7 días, venció a Inglaterra en Londres, a Francia en París y a la República Federal de Alemania en Stuttgart.

 

 

¿Asustaban al rival con su sola mención ya antes de salir y pisar el campo? Sin duda. ¿Fue uno de los mejores equipos de todos los tiempos con una maquinaria ofensiva que se había visto pocas veces? También. Pero los caprichos del destino, y del deporte rey, impidieron que aquella generación privilegiada no pudiera conquistar el mundo. Ese Brasil de Telê Santana era al que todos querían derrotar, sus rivales salían a la cancha a vencerlo.

 

 

Por primera vez en su historia, Brasil incluyó jugadores afincados en el extranjero en una convocatoria mundialista: Falcão (Roma) y Dirceu (Atlético de Madrid). En ocasiones anteriores se habían quedado fuera jugadores de la talla de Julinho Botelho (Fiorentina), Evaristo de Macedo (Barcelona), Dino Sani y Mazzola (ambos del AC Milan) o Canario (Real Madrid).

Su estrella indiscutible era Zico, el «Pelé blanco», considerado el mejor jugador del mundo hasta el auge del joven Diego Armando Maradona. Arthur Antunes Coimbra era un mediapunta de habilidades inverosímiles, cerebro rápido y remarcable carácter. Capaz de generar casi cualquier tipo de pase ofensivo en las situaciones más difíciles, un regateador que podía desorganizar toda una defensa con un par de quiebros, un impresionante rematador, un gran lanzador de faltas… en definitiva, uno de los grandes de la historia del fútbol.

 

 

Este astro del balón estaba rodeado por una galería insólita de fantásticos malabaristas del balón, comenzando por su incomparable socio el “Doctor» Sócrates, un mediocampista excepcionalmente rápido y hábil, con una especial tendencia hacia el juego preciosista y los pases inverosímiles. Cuando Zico no componía mágicas combinaciones con Sócrates, podía hacerlo con Paulo Roberto Falcão, un volante exquisito en la ejecución, además de ser (también) un excepcional tirador y muy resolutivo de cara a puerta. Su gran especialidad eran las apariciones por sorpresa entre líneas: se situaba inteligentemente a medio camino del ataque brasileño, con un envidiable sentido del movimiento sin balón y cuando decidía pasar a la ofensiva, apareciendo de la nada, solía crear el más absoluto desconcierto en las zagas rivales.

 

 

Paulo Falcão cedía parte de su fama ante Zico y Sócrates, pero hubiese sido la primera estrella en cualquier otra selección. Fue durante varios años buque insignia de la AS Roma, a la que condujo a ganar varios títulos, ganándose el apodo de “Re di Roma”. Además de Zico, Sócrates y Falcão, engrosaban el plantel de talentos nombres como Éder Aleixo de Assis, un veloz extremo que era otro de los especialistas en lanzar libres directos increíbles, Toninho Cerezo, otro centrocampista virtuoso, o aquel inigualable Junior, un lateral izquierdo de técnica tan exquisita e inventiva tal, que solía unirse al mediocampo ofensivo; de hecho, pese a comenzar como lateral, acabaría siendo el cerebro creador de juego en el Torino FC italiano. El carrilero izquierdo grabó poco antes de la fase final mundialista un sencillo de samba, Povo Feliz (“Gente feliz”), que fue más conocido como Voa, Canarinho (“Vuela, Canarinha”), compuesto por Memeco y Nonô do Jacarezinho. Tuvo un enorme éxito en Brasil.

 

 

En cuestión de talento individual, aquel equipo flaqueaba solamente en la portería, con Waldir Peres como titular. Y quizá, aunque algo menos, en el puesto de ariete. No pudo acudir al Mundial el joven delantero Careca, otro futbolista de fantasía que posteriormente sería el perfecto socio de Maradona en el Nápoles. Careca no había jugado con Brasil antes de 1982, pero cuando Telê Santana hizo pública su convocatoria para el Mundial de España, el prodigio de 21 años había progresado meteóricamente hasta consolidarse como su ariete titular, saliendo de inicio en 3 de los 4 últimos amistosos de la Canarinha (incluidos los dos más recientes). El desastre se produjo a tres días de iniciar su andadura, cuando el jugador del Guaraní sufrió una lesión en el muslo entrenándose y fue descartado para todo el campeonato.

Ante esta y otras ausencias (como la de Roberto “Dinamita”) terminó jugando el Mundial como delantero centro Serginho, quizá el único jugador de ataque de aquel equipo que no tenía una técnica exquisita ni un talento fuera de lo común. Era sencillamente un buen delantero centro al modo clásico, un buen rematador, pero incapaz de inventar las diabluras propias de casi todos sus compañeros.

 

 

Prácticamente, nadie en la prensa mundial discutía el aplastante favoritismo de aquella Brasil para el Mundial 82. Había, claro está, algunos rivales muy potentes. Estaba Argentina, la vigente campeona, en la que coincidían el crepúsculo de Kempes con el amanecer internacional de Maradona. Por descontado estaba la potentísima Alemania de Rumenigge y Littbarski, así como una Italia repleta de nombres (Rossi, Altobelli, Gentile, Bergomi, etc.) que trataba de recuperar su lugar en la Historia tras haber sido apisonada años atrás por el Brasil de Pelé. Y no se puede olvidar al otro equipo favorito de muchos amantes del fútbol, la exquisita Francia de Michel Platini y su “fútbol de salón”, que terminó metiendo incluso más goles que la propia Brasil en el mismo número de partidos (si bien con rivales ligeramente más fáciles). Grandes equipos todos ellos, pero que palidecían junto al brillo de la escuadra brasileña entrenada por Têle Santana. Demasiados genios juntos como para no ser los aplastantes favoritos. L

 

 

Primera fase

Comenzó la primera fase de grupos del Mundial, cuyo sorteo había consistido básicamente en descubrir quiénes serían los infortunados obligados a compartir grupo con el superequipo de brasileños. Los “agraciados” fueron la URSS, Escocia y una de las “Marías” del torneo, Nueva Zelanda.

El partido inicial del grupo enfrentó a los brasileños con la URSS. Los soviéticos, que no solían tener suerte en los mundiales pese a presentar habitualmente equipos muy sólidos, demostraron ser una selección más que respetable y ofrecieron un partido mucho más competido e intenso de lo que nadie podría haber supuesto. Los europeos no solamente no se arredraron sino que intentaron explotar el que era tradicionalmente punto débil de las escuadras brasileñas: la escasa disciplina defensiva. Triangulando, con un juego de pase ordenado y preciso, inspirado en lo que Países Bajos había inventado algunos años atrás, los soviéticos crearon varias oportunidades claras.

Finalmente, se adelantaron a la media hora de juego con un disparo lejano que los brasileños vieron pasar ante sí totalmente atónitos y que el guardameta Waldir Peres dejó torpemente escurrirse entre sus manos. Los cariocas llevaban treinta minutos de Mundial y habían dejado entrever su posible Talón de Aquiles: la defensa. La URSS continuó con su juego “a lo Barcelona” tratando de mantener la inesperada ventaja, pero los brasileños eran simplemente demasiado buenos como para permitir que los dos puntos (lo que entonces valían las victorias) se les fuesen de las manos. Empezaron a intentar devolver la moneda con varios tiros lejanos hasta que Sócrates, con su habitual elegancia, su portentosa capacidad para crear ocasiones de la nada y su no menos portentoso disparo, buscó un pasillo con el que divisar puerta y tras quitarse a un par de defensas de encima marcó desde fuera del área, empatando el encuentro.

 

 

Aun así, los soviéticos siguieron sin venirse abajo y continuaron creando ocasiones, incluido un gol anulado por el árbitro. Resistieron como jabatos el envite rival aunque ninguna defensa del mundo podía estar preparada para cuando empezaba a funcionar la fantasía brasilera: casi al final del partido, Falcão dejó pasar un balón entre sus piernas, con esa tranquilidad de que solamente los brasileños eran capaces, como si estuviesen jugando en el barrio en vez de en un Mundial, para que Éder, en un gesto técnico de circo, la elevase ligeramente ante sí, habilitándose  una terrorífica volea que dejó clavados a defensores y portero rival. Uno de los goles del Mundial. 2 a 1, Brasil terminaba ganando lo que había sido un encuentro más duro de lo esperado, el más difícil hasta el encuentro con Italia.

 

 

El primer partido había dejado una moraleja clara: haciendo un fútbol muy ordenado y preciso como el de los rusos podía llegar a crearse ocasiones ante Brasil… el problema era que por cada ocasión propia, Brasil creaba tres o cuatro a su vez, desde cualquier distancia y ángulo. La URSS había jugado un grandísimo partido, pero se necesitaba algo más que eso para tumbar a los favoritos. ¿Cuántos equipos más serían capaces de jugarles así a los brasileños? Presumiblemente, no muchos. Y de todos modos los soviéticos habían perdido.

El siguiente rival era Escocia en una de sus mejores versiones, que contaba incluso con alguna estrella de renombre, como Archibald, y que no era ni mucho menos una escuadra a menospreciar, como demostró su posterior y trabajado empate con la potente URSS. De hecho, aquella Escocia era un equipo bastante más relevante a nivel europeo de lo que pueda serlo la Escocia actual, y no se clasificó para la siguiente ronda del Mundial por los pelos (la diferencia de goles, en detrimento del equipo soviético).

 

 

Los escoceses también empezaron su partido frente a Brasil adelantándose en el marcador, aprovechando la excesiva calma de los favoritos: consiguieron marcar en el minuto 18, rentabilizando uno de los típicos desconciertos de la zaga brasileña. De nuevo Brasil empezaba perdiendo. Era el segundo partido que los favoritos iban a tener que remontar. Pero dichos favoritos no querían volver a sufrir… así que a los pobres escoceses les tocó pagar los platos rotos.

Zico empató con el que fue otro de los goles del Mundial, un libre directo que limpió las telarañas de la escuadra, y a partir de ahí fue todo una mera cuenta atrás para la victoria brasileña. Otros tres goles finiquitaron el destino escocés: un cabezazo increíble de Óscar rematando uno de aquellos córners envenenados típicos de aquella Brasil, una endemoniada vaselina de Éder desde una esquina del área y un chut de tiralíneas de Falcão (que por cierto era la guinda del pastel en un extraordinario partido del centrocampista). Pese al pundonor demostrado por los escoceses —los brasileños hablarían después de ellos con bastante respeto—los cuatro goles en contra bien pudieron haber sido seis o siete: Escocia había pagado con creces el pecado de intentar emular a la URSS y de haberle creado problemas a la todopoderosa Brasil.

 

 

En la tercera jornada, Brasil le endosó otros cuatro tantos a la débil Nueva Zelanda sin apenas despeinarse, en un partido que no tuvo mayor trascendencia, pero que nos permitió guardar alguna jugada de videoteca. Especialmente por parte de Zico, quien se dio el lujo de abrir el marcador con un extraordinario remate de tijera. La superioridad carioca era tan aplastante que el encuentro fue básicamente una pachanga para que los brasileños entrenasen de cara a la próxima ronda. Cerraron la primera fase de grupos en primer lugar, con tres victorias en tres partidos y diez goles a favor.

La primera fase, pues, había puesto sobre la mesa las credenciales brasileñas: sí, presentaban un cierto desorden defensivo, pero lo compensaban con una inagotable capacidad para crear ocasiones de gol. Prácticamente cualquiera de sus jugadores podía anotar o generar una asistencia en un momento dado, y las defensas rivales estaban obligadas a tener ojos en la espalda porque no había un único jugador a quien marcar, ¡todos los brasileños eran peligrosos! Zico, naturalmente, era la estrella; pero Falcão, Sócrates, Éder, Cerezo y compañía habían demostrado envergadura futbolística como para convertirse en revulsivos y romper un partido en cualquier momento. ¿Quién iba a poder detener a esta maravilla?

 

 

Segunda fase, y el «Grupo de la Muerte»

La segunda fase dividió a los clasificados en grupos de tres equipos que se jugaban directamente el pase a semifinales: solamente el primero de cada grupo seguiría adelante. Normalmente, esta segunda ronda hubiese debido ser un paseo militar para Brasil, que, sobre el papel, esperaba en su grupo rivales respetables, pero asequibles (para ellos), como Bélgica o Polonia. Pero los resultados irregulares de la primera fase —belgas y polacos vencieron sus respetivas primeras fases contra pronóstico— hicieron que en el grupo se juntasen nada menos que Brasil, Argentina e Italia. El “grupo de la Muerte” se convirtió en el infierno futbolístico de 1982 e hizo que el otro grupo fuerte (el de Alemania, Inglaterra y el equipo local, una inoperante España) casi pareciera un torneo veraniego. Brasil gozó de un descanso de nueve días entre su último partido de la primera fase contra Nueva Zelanda y su primer partido de la segunda liguilla, contra Argentina.

Los argentinos habían comenzado su fase inicial con problemas: tras perder con Bélgica en un tropezón inicial, tenían que resolver la papeleta en su segundo partido frente a unos crecidos húngaros que le habían hecho diez (¡10!) goles a El Salvador. Y los argentinos hicieron el trabajo con el que fue el primer partido estelar del joven Maradona en un Mundial: los argentinos vencieron por 4 a 1, con un terrorífico “Pelusa” que marcó dos goles, casi hizo un tercero y creó varias ocasiones más. Así pues, Argentina se clasificó, pero tuvo que ceder el primer puesto del grupo a los belgas, con lo que los argentinos estaban condenados a vérselas con Brasil.

 

 

Mucho peor había sido el inicio de Italia, que se había clasificado sin ganar un solo partido en la primera fase: tres ramplones empates eran todo su bagaje (a cero con Polonia, a uno con Perú y Camerún). El equipo italiano había despertado serias dudas sobre su rendimiento y era especialmente discutida la presencia de su antigua estrella, el delantero Paolo Rossi, que había cumplido una larguísima sanción a causa de un asunto de apuestas ilegales. Rossi, que había terminado su exilio legal poco tiempo atrás, no parecía estar en forma para retornar a la alta competición en semejante escenario. Sin embargo, pese a su pobrísima actuación en la primera fase y las agrias críticas de prensa y público, el seleccionador italiano se negó a sacarle del equipo titular y mantuvo su confianza en él para la segunda ronda, decisión contra corriente que terminaría determinando el destino del campeonato.

Así que el “Grupo de la Muerte” iba a empezar con estos ingredientes: un Brasil a pleno rendimiento como absoluto favorito, una Italia adormecida y decepcionante, y una Argentina en la que el joven Maradona estaba dando pinceladas de genio, pero también estaba revolviéndose como un gato en mitad de un equipo que empezaba a parecer oxidado y desorganizado, cuyo sistema de juego primaba a los veteranos e ignoraba sus capacidades. Sobre el papel, Brasil tenía todas las de ganar. Pero de nada sirven los pronósticos: los tres partidos del “Grupo de la Muerte” debían jugarse y el fútbol siempre suele tener sorpresas.

 

 

El primero de los partidos, Italia frente a Argentina, se resolvió de manera inesperada: finalmente, las habilidades defensivas de los italianos empezaron a dar sus frutos, como harían tantas veces a lo largo de los años, e Italia ganó su primer partido del torneo por 2-1 a los vigentes campeones. Tras su portentosa exhibición ante Hungría, el nombre de Diego Armando Maradona era el único que parecía contar sobre el campo y todos los ojos estaban puestos en él. Incluidos los del defensa italiano Claudio Gentile, que le haría uno de los marcajes al hombre más férreos y eficaces de la historia, con sus buenas dosis de brusquedad —no quiero pensar en qué ocurriría si a alguien se le ocurre defender así a Messi hoy en día— y que para asombro de propios y extraños consiguió anular al astro argentino. Maradona se topó con el sabueso más duro de roer de toda su carrera. Gentile, preguntado tras el partido por lo brusco de su marcaje, respondería con una celebérrima máxima: “el fútbol no es para bailarinas”. Eran los años ochenta.

Así pues, tras la derrota inicial, los argentinos acudieron al partido contra Brasil a la desesperada. Necesitaban una victoria contundente y, aun así, solamente podrían confiar en la suerte para clasificarse. Los brasileños, en cambio, estaban bien tranquilos. Eran sabedores de que en el equipo argentino había un genio, pero que en el suyo propio había varios.

 

 

Los argentinos entraron al campo con ímpetu ofensivo, pero su sistema de juego resultó inoperante, no tanto por el esquema en sí, sino por el error de sacar a sus estrellas de sus posiciones naturales. Menotti se empeñó en seguir colocando a Maradona como delantero, en contra de los instintos innatos del jugador. esto es, crear juego desde atrás, y las tareas de construcción quedaron en manos de los veteranos Ardiles y Kempes, un delantero centro goleador que de repente jugaba como mediocentro. Los argentinos apretaron durante diez minutos, pero sin crear ocasiones, hasta que Zico empujó al fondo de la red el rebote en el larguero de uno de aquellos temibles lanzamientos de falta de Eder (algunos lo consideran uno de los mejores libres directos jamás ejecutados). Era el primer ataque serio de los brasileños y era el primer gol.

Los argentinos no se descompusieron, pero quedó claro que su sistema ofensivo no funcionaba y los brasileños se limitaron a jugar con calma, sacando provecho de la confusión argentina con mucha inteligencia y saber hacer. El esquema de Menotti estaba resultando, excepto en el aspecto defensivo, donde su “achique de espacios” funcionaba a la perfección, un verdadero desastre. Kempes, muy alejado del área, donde siempre había sido realmente peligroso, deambulaba sin rumbo por el centro del campo y tuvo que ser sustituido. Ardiles, cerebro oficial del equipo, sencillamente desaparecía durante largas fases del partido y Maradona, aislado arriba y casi sin recibir balones, iba de un sitio a otro con expresión de frustración.

Al comenzar la segunda mitad, Argentina solamente dio algunas muestras de peligro cuando sus jugadores jóvenes intentaban algo distinto: ya fuese el delantero Ramón Díaz, que había saltado al campo con muchas ganas en sustitución de un mortecino Kempes, o el propio Maradona, que harto de no recibir el balón empezó a moverse por distintas zonas del campo, y fue quien creó el poco peligro de la escuadra argentina cada vez que bajaba al centro del campo para buscar un balón que nunca le llegaba. Llegó incluso a provocar un penalti que no fue pitado. Aun así, el sistema argentino seguía sin tenerle en cuenta como cerebro del equipo y el partido se caracterizó por algo que unos años después hubiese resultado impensable: el ataque albiceleste progresaba sin pasar necesariamente por las botas de Maradona. Menotti prefería confiar en la veteranía de la columna vertebral del equipo que había sido campeón cuatro años antes, frente a la juventud del entonces nuevo jugador del Barcelona, pero los veteranos de Argentina demostraron estar oxidados y faltos de ideas. Maradona lo intentó, pero estaba solo y aún no tenía el prestigio suficiente como para justificar que todo el peso de su escuadra descansara sobre sus hombros, algo que sí estableció como norma Bilardo cuatro años más tarde.

 


 

De todos modos, poco tenían que hacer los argentinos ante un rival tan formidable. Los brasileños, contemplando la evidente desorganización del rival, seguían a lo suyo con total calma. Por una vez no se apresuraban en atacar todo el tiempo. Cedían la posesión a Argentina y cuando llegaba su turno probaban lo que tan bien sabían: disparos a puerta desde lejos y alguna que otra combinación imprevisible de pases fulgurantes, sabiendo que tarde o temprano sonaría la campana. Y sonó: en el minuto 66, un contragolpe perfectamente ejecutado por Zico y Falcão facilitó un nuevo gol de Serginho. Un 2-0 prácticamente imposible de remontar que dejaba a los argentinos, vigentes campeones, fuera del Mundial. Junior marcaría el 3-0 pocos minutos después.

La parte final del partido fue una agonía para Argentina, eliminada y desmoralizada, que intentaba al menos marcar el “gol del honor”. Maradona, crecientemente frustrado por la ineficiencia de su equipo, por estar fuera de sitio en el campo y por alguna que otra entrada de los brasileños, aunque el partido fue generalmente muy limpio, se ganó la tarjeta roja a cinco minutos del final. El brasileño Batista había hecho una entrada peligrosa sobre uno de sus compañeros y Maradona decidió tomarse la justicia por su mano con una patada bastante sucia sobre el jugador rival. Se despedía así de su primer Mundial. Poco después los argentinos marcaron finalmente, antes del pitido final: el resultado fue 3-1. No fue un partido grandioso, pero sí la demostración de que los brasileños, en ocasiones, podían jugar inteligentemente con el resultado e incluso defenderlo. En ocasiones.

 

Sarriá, el fin de la ilusión brasileña

Brasil afrontaba su partido contra Italia con mucho optimismo. Los italianos habían hecho pocos méritos durante el torneo y su mayor y único logro había sido conseguir neutralizar a un Maradona ya de por sí infrautilizado por el sistema de Menotti. Pero el juego italiano no había convencido. Parecía imposible que aquella escuadra “azzurra” tuviese las armas para neutralizar a todos los brasileños, quienes esperaban un fuerte marcaje sobre Zico… lo cual no les preocupaba; ni que decir tiene para dejar fuera del campeonato a una Brasil que tras golear a Argentina solamente necesitaba un empate para clasificarse.

Pero el fútbol es, a veces, un deporte de alineaciones planetarias y casualidades místicas. Puede suceder que un Argentina-Brasil siga toda la lógica el fútbol, que ocurra lo previsto y que las cosas funcionen tal y como era de suponer viendo cómo se organizaban los dos equipos sobre el terreno. Pero también puede suceder que durante un Italia-Brasil los astros (los del cielo, y también los del césped) decidan volverse locos y alterar el destino que estaba escrito. De poco hubiesen servido las ocasionales distracciones defensivas de los brasileños si hubiesen jugado contra la Italia que se enfrentó a Argentina.

 

 

Pero aquel día tenía que suceder lo inesperado. Tras todo un campeonato de altibajos, Paolo Rossi, iniciando una asombrosa racha de seis goles en tres partidos que grabaría su apellido en la crónica dorada de los Mundiales. Discutido, con razón, por periodistas y aficionados, habiendo estado prácticamente inerte durante todo el campeonato, pero mantenido por su seleccionador contra viento y marea, el delantero que había pasado años alejado de los terrenos de juego eligió aquel preciso día para entrar en la Historia, interponiéndose en el camino de una de las escuadras más maravillosas que ha visto el fútbol, y en uno de los partidos más dramáticos de los campeonatos mundiales.

 

 

Cuando Rossi marcó a los cinco minutos de partido, la verdad es que pareció un mero accidente, como el que ya habían sufrido los brasileños frente a la URSS y también frente a Escocia. Cabrini, uno de los hombres del partido, dibujó un perfecto centro aéreo y Paolo Rossi, que era un verdadero maestro del desmarque, apareció por sorpresa a un lado de la portería y remató de cabeza a placer. Bueno, Rossi había sido conocido por ser un delantero oportunista y siempre pueden ocurrir estas cosas: los brasileños se recuperaron del pequeño “shock”, se recompusieron rápidamente y empezaron a buscar el empate haciendo lo que mejor sabían hacer: atacar. La máquina de genios se puso a carburar y ya en las siguientes jugadas crearon varias oportunidades que eran como las gotas que anuncian el chaparrón.

De hecho, tardaron solamente siete minutos en empatar el partido, marcando uno de los goles más famosos de aquel extraordinario equipo. Sócrates le hizo un pase vertical a Zico y comenzaba a correr hacia el área, mientras Zico hacía un quiebro y, con uno de sus típicos movimientos desequilibrantes, destrozaba la defensa italiana, devolviendo otro pase en profundidad a Sócrates, quien en vez de centrar anotó de forma inverosímil, aprovechando un pequeñísimo hueco entre poste y portero. El balón no había dejado de ir siempre hacia arriba y las dos estrellas cariocas se las arreglaron para mantener el movimiento vertical de la pelota ellos solos frente a prácticamente todo el equipo rival. Como decía con total asombro el comentarista: “that was magic!”. Vuelvan a observar la jugada fijándose no en los jugadores, sino solamente en el camino que sigue el balón, como si los futbolistas fuesen invisibles. El balón, nada más salir del campo brasileño, parece atraído por la portería rival como por un imán. Fútbol ofensivo en estado químicamente puro.

 

 

Las cosas parecían haber vuelto a su cauce. Brasil, teniendo el empate que les clasificaba, volvió a controlar el balón con su característica tranquilidad. Demasiada tranquilidad. Aunque es difícil culpar a un equipo que se sentía tan abrumadoramente superior. Pronto cometieron el error garrafal de confiar en su fluidez combinatoria allá donde menos hubiesen debido hacerlo: en su propia defensa, frente a la frontal del área. Una salida desde atrás aparentemente inocua terminó en otro “accidente” cuando un pase horizontal mal medido fue robado por el atentísimo Rossi, que corrió hacia puerta y volvió a marcar a placer. Italia volvía a ponerse por delante y aún se estaba jugando poco más de la mitad del primer tiempo. El partido estaba empezando a tener pinta de terminar convirtiéndose en una locura, y ya sabemos que si hay alguien que sabe sacarle partido a la locura, ese alguien es Italia.

Durante el resto de la primera mitad y parte de la segunda, los brasileños volvieron al ataque para intentar empatar nuevamente, mientras Italia aguantaba el envite (aunque realmente estaba en su salsa: encerrada atrás y esperando la oportunidad de lanzar sus contragolpes). Finalmente, los sudamericanos consiguieron la igualada cuando Falcão, haciendo gala de la envidiable sangre fría de aquel equipo, buscaba un hueco en la defensa y marcaba con un disparo de tiralíneas. Brasil, con el empate, volvía a estar clasificada.

 

 

Pero quedaban más de veinte minutos de juego y si algo nos ha enseñado el fútbol es que los minutos suelen jugar a favor de Italia. Poco después del empate de Brasil, un lanzamiento de córner propició que se juntasen el hambre y las ganas de comer: un momentáneo desorden defensivo de los brasileños y el oportunismo de un Paolo Rossi que completaba un “hat trick” y volvía a dejar a Zico y los suyos fuera del Mundial. Esta vez, no hubo tiempo para un tercer empate. Los italianos hicieron lo que mejor saben hacer: encerrarse atrás y defender el resultado frente a unos angustiados brasileños que veían vaciarse el reloj de arena a toda velocidad. La fantasía carioca había remontado el partido dos veces, pero pedir que lo hicieran una tercera y contrarreloj era algo excesivo incluso para ellos.

Nuevamente, se lanzaron al ataque, pero esta vez, con el partido finalizando, tenían además la seria preocupación de que un rápido contragolpe con su propio campo prácticamente vacío propiciase un cuarto gol italiano. Y de hecho estuvo a punto de suceder, cuando Antonioni vio anulado un gol por fuera de juego, tras una de aquellas contras letales de los transalpinos. Para añadir más drama al asunto, el portero italiano Dino Zoff detuvo un envenenado remate de cabeza sobre la mismísima línea de meta (a primera vista el balón parecía haber entrado y por ello los brasileños reclamaron gol, aunque las repeticiones muestran que no traspasó la línea). Los minutos se consumieron inexorablemente y la varita mágica de Brasil no consiguió el último truco, el que les hubiese permitido pasar a semifinales. Sólo hubiesen necesitado un empate y se les había escapado de las manos. Fue Italia la que se clasificó y terminaría siendo campeona, con un Rossi que volvió a marcar dos tantos en la semifinal y otro en la final frente a Alemania.

 

 

Adiós a una generación privilegiada

La “tragedia de Sarriá” fue uno de los más épicos partidos de la historia de los campeonatos mundiales de fútbol, pero también el final de una era futbolística que quizá nunca regrese: la era del fútbol romántico, la era del arte por el arte y el ataque a toda costa.

Ellos eran la alegría del fútbol. El Brasil de 1982 iba en contra de casi todos los dictámenes del fútbol moderno que ya estaba imponiéndose en el mundo. No se preocupaban por la defensa, no les interesaba la posesión del balón si no era para crear jugadas verticales,  daban más importancia a la improvisación individual que al sistema, valoraban más el talento que el orden, y su única y absoluta preocupación era el gol. Una utopía futbolística que los entrenadores actuales considerarían inaceptable, porque el único modo de que hoy un equipo lograse funcionar cediéndolo todo a la imaginación sería que estuviese compuesto por un plantel de jugadores comparable… y eso es algo que simple y llanamente no ha vuelto a suceder.

 

 


Angélica Siviero