spot_img

Christian Karembeu, y el porqué de su negativa a cantar la Marsellesa

 

En 2011 se estrenó en Chile el documental “Calafate: zoológicos humanos” del director Hans Mülchi, en el cual se muestra la búsqueda de los restos de cinco fueguinos kawésqar que fueron parte de la colección del Departamento de Antropología de la Universidad de Zúrich. Esto hasta que, en el invierno europeo del 2008, los realizadores de este documental descubrieron sus cuerpos. 125 años antes, habían sido exhibidos -en pésimas condiciones de salud- en un teatro de la ciudad.

Este documental fue una expresión más de las variadas denuncias que existían sobre la presencia de indígenas chilenos en las exposiciones que se organizaron en Europa durante el siglo XIX y principios del siglo XX; Selk´nam, Kawésqar y Mapuche fueron víctimas de estas expresiones del racismo europeo. Pero esto no solo ocurrió con los indígenas americanos, sino también con aquellos provenientes de África, Asia y Oceanía. Ejemplo de esto fueron hombres y mujeres que venían de Nueva Caledonia, territorio francés hasta entrado el siglo XX, de donde fueron sacadas y exhibidas personas en París en 1931. Este suceso estuvo en las páginas oscuras de la historia de Francia, y fue casi olvidado, hasta que un integrante de la selección de fútbol de ese país que terminó siendo campeona del mundo en 1998 la revivió con su negativa a cantar la Marsellesa. Esta es la historia de Christian Karembeu y los zoológicos humanos en la Europa imperialista.

En medio de la efervescencia de los triunfos de la selección francesa en el Mundial de 1998, varios notaron que Christian Karembeu no cantaba el himno nacional, la famosa Marsellesa. Esto generó interrogantes en un equipo multicultural y que se mostraba como un ejemplo de la unión entre inmigrantes y europeos. Sus declaraciones lograron revivir una de las grandes manchas en la historia de la nación campeona del mundo. Como expresan Christian Báez y Peter Mason en su libro “Zoológicos humanos. Fotografías de fueguinos y mapuche en el Jardin d’Acclimatation de París, siglo XIX”, antes del siglo XIX, los viajeros habían llevado a Europa algunos “especímenes exóticos” para mostrarlos en las grandes cortes e incluso en los gabinetes de curiosidades[1], pero esta actividad creció con mayor fuerza durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, transformándose en verdaderas empresas de exhibiciones. Dicha situación fue la que enfrentó un grupo de aborígenes de Nueva Caledonia, quienes habían sido atrapados para ser expuestos en las tradicionales exposiciones coloniales, lugares donde se mostraban prácticas, objetos y personas de todos los rincones de las colonias francesas con el fin de resaltar la supuesta superioridad racial de los europeos.

 

 

Los habitantes de París acostumbraban pasear durante los fines de semana por esta feria para que los niños se llenaran de miedos y sorpresas a ver a personas “caníbales, con dialectos extraños y dominadas por un creciente salvajismo”. Lo que ellos y ellas no sabían era que estos hombres y mujeres tenían un idioma, que los ruidos que emitían eran enseñados por sus captores durante el viaje a Europa, y que jamás fueron caníbales, pues en sus tierras practicaban la agricultura y vivían una vida familiar. Willy Karembeu, uno de los aborígenes de una pequeña isla de Oceanía, fue expuesto en una jaula entre barrotes con un cartel llamativo que lo calificaba como caníbal. Regresó a su tierra bastante flaco, enfermo y con mucha rabia por los seis meses que pasó entre rejas desfilando por París, siendo vejado por una ciudad entera, por un mundo entero. Era algo que nunca olvidaría.

Willy Karembeu formó una gran familia. Entre sus bisnietos está Christian Karembeu, quien durante el día trabajaba y jugaba al fútbol con sus amigos y hermanos, y en las noches escuchaba las historias de los mayores de la familia, la terrible herida que dejó el viaje de Willy a Europa, generando conciencia en el futuro futbolista.

A los 18 años, Karembeu abandonó su isla; un equipo de fútbol francés se había fijado en su talento, recalando en Nantes. Su viaje, a diferencia del de su abuelo, no fue entre barrotes y lleno de prejuicios, sino que como un hombre que podía aportar con sus cualidades al juego del equipo francés. Y no le fue nada mal: tras algunos años, ya jugaba en el primer equipo, la selección francesa lo había nominado y los grandes de Europa se fijaban en él. En 1997, el Real Madrid lo llevó a su club, sin duda un salto enorme en su carrera. Pero a pesar de las luces, del dinero y fama, nunca olvidó su historia familiar ni su origen, así como tampoco su deber de mostrar los vejámenes que vivió su familia.

 

 

La selección francesa de 1998 reflejó la multiculturalidad del país organizador del mundial. Desde el blanco Emmanuel Petit, pasando por los de origen africano como Patrick Vieira y Marcel Desailly, hasta el musulmán Zinedine Zidane; todos unidos por el color azul de la camiseta francesa. Christian Karembeu jugó y lo dio todo por la obtención del título mundial, pero no podía cantar el himno de la nación que condenó a su familia y la población de su tierra al colonialismo y a la exhibición más horrible en la historia mundial.

En Chile, la lucha de los descendientes de los indígenas que fueron parte de las exhibiciones continuó hasta que, en enero del 2010, pudieron finalmente sepultar sus restos en el Estrecho de Magallanes, convirtiéndose, probablemente, en uno de los funerales que más demoraron en concretarse en la historia de los habitantes de la Patagonia. Al otro lado del mundo, Christian Karembeu siguió llevando la historia de su familia y de los abusos de los europeos en las tierras coloniales y de las prácticas que aplicaron en los tiempos del imperialismo europeo.

 


Boris Sepulveda
Justicia Divina